lunes, 29 de agosto de 2011

La caja de cerillas - Quinta parte

Sigo con mi parte de la historia...


No sabía exactamente cómo podía solucionar aquello, sólo tenía claro que si desvelaba aquel secreto intentaría resolver todo lo que mi abuela había querido que quedara enmendado. Revisé en mi habitación todas las cartas que, a marchas forzadas había podido recoger en casa de mi abuela. Muchas de ellas tenían la tinta corrida, otras estaban arrugadas y vueltas a alisar, pero ninguna de ellas pasaba de una sencilla nota, cuatro líneas donde Eduard no paraba de pedirle a mi abuela una y otra vez que la perdonara y que hiciera el favor de volver con él.

Guardé los sobres en la caja de madera bajo llave y me quedé pensando durante un buen rato en cómo, durante toda mi infancia había notado cómo mi familia siempre se había sentido de algún modo reticente a hablar sobre aquel abuelo ausente que siempre me había llamado la atención.
Mi madre, Isabel, tenía una hermana gemela, Elena, y ninguna de las dos querían oír ni una palabra acerca de las extrañas circunstancias de su nacimiento. Ya era algo extraño para mí tener a una tía igual que mi madre, más de una vez mis primos y yo habíamos confundido a nuestras respectivas madres al ir a darles un abrazo o a pedirles algo en las reuniones familiares. Recuerdo que una vez le pregunté a mi tía Elena por mi abuelo, creyendo que era mi madre, en una cena de Navidad:
-¿Mamá porqué el abuelo nunca ha venido a cenar con nosotros?
-Cariño – me contestó mientras me acariciaba el pelo – tu abuelo no está.
Esa respuesta era la excusa que mi madre y mi tía habían estipulado a la hora de salvar aquella pregunta que más de una vez había repetido durante mi infancia, y yo, inocente como era, me conformaba con ella. Siempre me imaginaba que mi abuelo andaba trabajando por ahí en algo importante, me hacía a la idea de que era piloto de aviones o agente secreto (esta última era mi favorita) y que no podía venir a vernos porque nos ponía en peligro a la familia, y con eso me conformaba.

Salí de aquel mundo de recuerdos en el que se había convertido mi habitación cuando mi madre abrió la puerta de golpe:
-Gabi te tengo dicho que no cierres la puerta de tu cuarto, sabes que no me gusta. Ah! Y por cierto, ha llamado Guille a casa hace un rato preguntando dónde estabas, ¿tú no te habías ido al cine con él?
-No mamá, he ido con Lucía – mentí – ahora lo llamaré.
Cogí el teléfono inalámbrico en el salón y corrí como pude hasta volver a encerrarme en mi cuarto. Mientras sonaban los tonos de llamada me di cuenta de que durante aquella semana prácticamente había perdido el contacto con mi amigo desde la noche que se fue en la moto como una exhalación.
-¿Sí? – se oyó al otro lado, era la hermana de Guille, Noelia.
-Hola Noelia soy Gabi, ¿está tu hermano por ahí?
-Ah! Hola Gabi, qué va, se fue a eso de las ocho y creo que dijo algo de que no lo esperásemos para cenar.
Colgué después de darle las gracias y las buenas noches, eran más de las diez y parecía que aquella cita con Lucía iba en serio. Desde que Guille me había dicho aquella misma tarde los planes que tenía no pude evitar sentir esa mezcla extraña de alegría y recelo, hasta aquel momento no me había parado a pensar que Guille era un chico más que tenía que conocer a alguien y ser feliz, hasta aquel momento sólo había pensado en la posibilidad de hacer cosas juntos, él y yo, nada más, pero hasta aquel día, mi egoísmo y mi falta de delicadeza (por qué no decirlo) habían alejado a mi mejor amigo poco a poco de mi lado.
Sabía lo que Lucía sentía por él, pero me parecía poco probable que pasara de un enamoramiento fugaz. En el fondo de mi ser pensaba que Guillermo se negaría a tener esa cita, que rechazaría a Lucía para venir a vivir aventuras conmigo, pero no lo había hecho. Llevaba toda la vida con él y me parecía que siempre sería así.

Dejé de darle vueltas a aquello y decidí poner el portátil un rato y volver a la realidad, a mi realidad. Rober estaba conectado pero decidí no abrir ninguna conversación, no tenía ganas de hablar con él y ver cómo intentaba camelarme con frases como “qué guapa sales en tu foto de perfil” o su clásico “no sé por qué aún no hemos quedado para tomar un café, a solas”. Sabía, por lo que todo el mundo conocía en el instituto, que todas aquellas frases estaban más que ensayadas, que sus tácticas las tenía más que aprendidas, pero yo, como una ilusa caía como una polilla al encuentro de su foco de luz. Terminé manteniendo una de esas estúpidas conversaciones calificadas en el apartado del “tonteo” y volví a caer, como una idiota, en sus manos. Quedé con Rober a las once en un parque cercano a mi casa “para hablar de nuestras cosas” como él mismo había dicho. Yo sabía a lo que iba, necesitaba sentirme importante y Rober era de esas personas que cuando estaba contigo, se las ingeniaba para hacerte creer que era capaz de todo por ti, así que decidí dejarme llevar.

Me fui dando un paseo a aquel circuito de footing de al lado de mi casa. Por las noches se convertía en un hervidero de familias y jóvenes que querían pasar un rato al fresco, al poco fresco que por aquellas noches de julio corría por la ciudad.
Rober vino en su moto nueva, deslumbrante, derrapó delante de mí en un acto de “hombría” y se bajó de la moto, no sin antes revisar su preciado flequillo. Rober era moreno y tenía un pelo liso a modo de casco que le cubría toda la cabeza. Sus ojos, dos pequeños puntos negros que se enmarcaban por una nariz recta y una piel tostada debido a sus largas horas en la piscina. Era lo que comúnmente se conocía como un “pijo”, un chico arreglado y bien parecido con un futuro prometedor y que a mí me hacía temblar como una chiquilla.
Un “hola guapa” abrió la veda de aquel muchacho, que creyó que aquel encuentro iba a ser de una índole más íntima de lo que imaginaba. Yo sólo quería alguien que me hiciera compañía, alguien que, como Guille, escuchara mis problemas, pero me encontré con un pulpo de más de ocho brazos que creía una galantería pellizcarte el culo sin menor aviso.
Nos sentamos en un banco y mientras yo intentaba explicarle a qué universidad quería ir, Rober me dio un beso.
-¿Qué haces? – le espeté.
-Lo que tú quieras te hago – me contesto, casi babeando. Intentó continuar con su juego y cada vez le veía menos futuro a aquello, hasta que empezó a sobrepasarse. Me deshice de él como pude y salí corriendo de allí entre lágrimas, con un sentimiento a medio camino entre la vergüenza y la ansiedad.

Salí de aquel parque dispuesta a no volver y enfilé la avenida de camino a casa cuando, de repente, vi como una moto se subía a la acera y empezaba a perseguirme, me asusté “mierda, éste vuelve a por mí”, pensé. Y con la idea de que Rober intentaba recuperar a su presa, corrí tanto como pude para enfilar el portal de mi casa y meterme en la cama lo antes posible, pero, para mi sorpresa, la moto se paró y ésta vez del casco lo que salió no fue una cabeza morena sino algo más clara. Oí como gritaba mi nombre aquel chico que no era Rober y, entonces, reconocí la moto de mi amigo Guille, aquella Vespa negra que tanto me gustaba. Esta vez comencé a correr, pero hacía él. Me abalancé sobre sus brazos y le di un abrazo mientras empezaba a llorar como una cría.
-¡Qué vergüenza! – le dije.
-¡Venga ya Gabi! No es la primera vez que te veo llorar – me contestó. Decidí no continuar con la conversación, de lo que me avergonzaba no era precisamente de mis lágrimas, sino de lo que me acababa de suceder con el gañán de Rober.
-Anda vamos que te acompaño a casa – me dijo mientras paraba la moto – daremos un paseo y así te calmarás, que no quiero que tu madre me eche la bronca porque apareciste en casa llorando por mi culpa.
-¡No seas tonto! Si tú nunca me has hecho llorar – le miré y sonrió, yo hice lo mismo, aliviada de que mi amigo, como si se tratara de una película, hubiera aparecido en el momento oportuno para salvarme.
No hablamos nada en lo que quedaba de camino hacia mi casa, supimos de alguna manera que el simple y mero hecho de tenernos era suficiente para ambos. Me despedí de Guillermo, le di un beso en la mejilla y el me respondió con un “Buenas noches”.

Entré en casa y mis padres ya se habían acostado. Me metí en la cama sin hacer el menor ruido posible pero no pude conciliar el sueño tan fácilmente. Me había dado cuenta, en aquel corto espacio de tiempo, que Guille, aquel niño con el que compartía el bocadillo desde el parvulario, se había convertido en alguien importante en mi vida, en algo más que un amigo. La incertidumbre estaba en averiguar si aquellos sentimientos eran correspondidos, o sí tenía que dejarlo hacer su vida, porque la oportunidad para mí ya había pasado. Entonces fui consciente de lo estúpido de mi comportamiento y como Guillermo me había avisado de la actitud de Rober durante todos estos meses. “Soy idiota”: ese fue el último de mis pensamientos, antes de caer sumida en un profundo sueño.



Señorita Casper ahora es tu turno ;)

la historia continua en
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:)

lunes, 22 de agosto de 2011

La caja de cerillas - Tercera parte

Aquí sigo con nuestra pequeña fantasia literaria compartida con mi querida compi de escritura, María Casper, espero que sigáis disfrutando con esta historia....



Quedé con Guille en la Judería para pasar la tarde en una de nuestras teterías preferidas. Nada mejor para una resaca como echarse en uno de esos cómodos sofás llenos de cojines para hincharte de batidos y dulces, eso sí, a eso de las ocho puesto que a finales de Junio el verano se estaba dejando ver con ganas.
Llegué a la mezquita, lugar de quedada habitual y me dispuse a esperar a mi amigo escuchando música. Mientras Robyn empezaba a cantar su “Be Mine” apareció Guille por una de esas tortuosas callejuelas que tanto encantaban a los turistas (y a mí) para perderse.
-Perdón por el retraso, pero si no recogía mi habitación mi madre me ha amenazado con dejarme encerrado en casa hasta Año Nuevo. - Guille era así, daba igual que su madre le estuviera echando la bronca, él siempre tenía algo bueno que sacarle a los problemas.
-No te preocupes – le contesté – pero venga, que tengo mucho que contarte.

Después de acomodarnos y pedir un buen surtido de dulces y batidos me dispuse a relatar a mi colega las aventuras de la noche anterior y mi encuentro “paranormal” con la caja de mi abuela. Guille me espetó:
-¿No seguirías borracha, verdad?
-NO! Guille, por Dios!
-Eres la nueva Courtney Love – bromeó.
-Sí, solo que no tengo un Kurt con quien compartir adicciones.
-Gabi no empieces con eso – Guille me miró, pero ya no había un atisbo de sarcasmo en su mirada, me miró seriamente – No me gusta Rober y lo sabes, es un chulo que sólo te quiere para lo que todos sabemos. ¿Sabes que en el baño de tíos del instituto tiene una pared donde cuenta a las tías que se tira? Es un fantasma y de los buenos, no como el tuyo.

Pasaron unos segundos hasta que volví a hablar, Guillermo tenía razón, pero conmigo no se comportaba de esa manera, y aunque me moría de ilusión por contarle que me besó preferí seguir con el tema paranormal.
-Mi fantasma –continué – es de verdad y sino ven conmigo a casa y lo compruebas.
-¿Sesión de espiritismo a plena luz del día?
-¡Anda ya! – Le contesté – no digas tonterías, no vamos a llamarlo ni nada, si con sólo abrir la caja me pasaron un montón de cosas.
-A lo mejor será porque tu abuela te quiere decir algo.
Miré a Guille y vi como aquel mocoso que intentaba cortarme el flequillo en la guardería y con el que compartí tantos bocadillos en el patio se había convertido en todo un hombrecito (expresión propia de cualquier abuela, pensé para mí misma), y bien parecido: pelo revoltoso y negro y unos ojos color miel que él aseguraba que eran de un color de mierda pero que yo siempre los había encontrado preciosos.
-Vas a tener que acompañarme, creo que me vas a ser de buena ayuda – Le dije, y así, en cuanto le pegamos el último bocado a nuestra merienda oriental volvimos a mi casa.

Con el pretexto de invitar a cenar a Guille por mi cumpleaños (lo del día anterior había sido una reunión femenina) entró mi mejor amigo a casa para hacer una sesión “al más puro estilo Sobrenatural”, como él mismo bautizó. No sabía si debía disparar a lo que se me apareciese con sal o empezar a buscar en bibliotecas guías sobre cómo comunicarte con el más allá, pero sentía que, en el fondo, esto me estaba pasando por alguna razón.

Aquella noche me sentí extraña. Mientras cenábamos con mis padres tuve una sensación de nostalgia inmensa ya que, aunque la selectividad nos había ido bien a los dos creía que de un momento a otro nos darían las notas de corte y, con nuestra mala suerte habitual, nos mandarían a cada uno a una punta de Andalucía a estudiar en la universidad. No sé, me dio la sensación de que ése era uno de los últimos momentos que viviría con él.

Dejé la nostalgia a un lado después de la cena e invité a pasar a mi habitación a Guille.
-Bonitas bragas – me dijo mientras cogía mi ropa interior con un bolígrafo.
Después de una ristra de insultos a su persona y algunos miembros más de su familia me dispuse a poner en el escritorio de nuevo las cajas y la fotografía que hacía ya prácticamente nueve años que tenía en mi haber. Le conté a Guille toda la historia: la muerte de mi abuela, los regalos y cómo me encapriché de alguna manera de aquella fotografía. Cogí la llave y abrí el cofre, le enseñé la palabra en latín y nada.
-“Desidium” – leyó Guillermo en voz alta – Significa deseo en latín.
-Lo sé y no sé por qué tiene que estar grabado justo en esa caja.

Continué con el ritual y abrí la caja de cerillas. Nada. Monté un altar improvisado con los regalos de mi abuela y unas cuantas velas, nada. No pasaba nada, ni un soplo de aire frío en pleno junio, ni una puerta que se cerrase, ni el olor de azahar, nada que se pareciese a un evento paranormal que hiciera constatar que mi abuela estaba allí. Guille empezaba a mirarme con cara de pena y yo me estaba empezando a plantear si me estaba volviendo loca, o si debía de empezar a dejar de mezclar el vodka y el tequila.
Desilusionada, acompañé a Guille hasta la puerta, atravesando el jardín de mi casa. Guille se puso su casco negro y salió pitando de allí en su Vespa roja, como si me tuviera miedo.

Mientras volvía dentro de casa, me estaba empezando a plantear si lo de aquella mañana había sido una alucinación cuando, de repente, se oyó un estruendo que parecía provenir del piso de arriba. Subí corriendo a mi cuarto con el corazón casi asomando por la boca cuando lo vi, allí estaba la caja de galletas, el cofre y la foto de mi abuela desparramados por el suelo. No daba crédito a lo que acababa de suceder, las cerillas, la foto, las cajas, todo estaba cubriendo el suelo de mi habitación como una alfombra. Además, las velas se habían apagado dejando una masa de humo cubriendo mi cuarto.
Lo recogí todo y volví a dejar las cerillas en su caja de hojalata, no sin antes darme cuenta de que, en uno de los laterales de esa caja había algo, otra vez esas dichosas letras: “G.E.”. Esas letras repetidas en ambas cajas me empezaron a dar que pensar. A lo mejor Guille tenía razón y mi abuela quería decirme algo.
El cofre no había sufrido ningún daño afortunadamente, no me perdonaría romper algo que me había legado mi abuela. El problema llegó con la fotografía, el cristal se había roto dejando a aquella imagen desprotegida así que me dispuse a recoger todos los pedazos que habían caído al suelo. Era una foto bastante grande y se había descolocado un poco del marco, por lo que le quité todos los cristales que pude y la abrí por la parte trasera y entonces ocurrió. Se desparramaron por mi habitación la fotografía familiar, una nota doblada hasta el infinito y otra fotografía de una pareja en la playa. Esa foto era mucho más pequeña y estaba algo borrosa, pero podía distinguir perfectamente a mi abuela en un bañador a rayas y un gorro, agarrada del brazo de un chico joven moreno y con una sonrisa de oreja a oreja. “Hacen buena pareja” pensé, eran los dos guapos y parecían vivir un momento muy feliz de sus vidas. Esa foto me daba buenas vibraciones, no como la que la tapaba. Le di la vuelta a la imagen de la pareja y corroboré mis sospechas: “Eduard y Gabi. Barcelona, Julio, 1955”. En aquel momento me acordé de la nota que había dejado caer y la abrí, para ver si me aportaba algo más de información a aquel extraño día:

“Querida Gabi,
Espero que disfrutes de los dulces que te envío, son Ametller,
ya sabes, esos que tanto te gustaron cuando estuviste aquí.
Te echo mucho de menos, por favor vuelve.”

No había firma ni nada que hiciera saber de quién era aquella nota, pero supuse que se trataba de la caja de hojalata ya que aún se podía leer algo de aquel apellido catalán de pastelero. Miré también la foto familiar de mi abuela y la giré para ver si encontraba algo más que diera luz a aquella incógnita que se estaba empezando a cernir sobre mí. Nada, tan sólo una descripción de los miembros de la foto y el año en que se tomó: “Familia Sánchez. Martín y Rosario. Gabriela, Daniel y María. 1956”.
Limpié mi cuarto de cristales y abrí la ventana para que entrara un poco de aire, ya que el humo de las velas me estaba dejando la garganta echa un asco. Puse la foto de mi abuela y su familia en mi estantería y decidí guardar la foto misteriosa y la nota en el cofre. Me colgué la llave en el cuello para asegurarme de que nadie (de carne y hueso) abría aquel secreto que me acababa de descubrir Dios sabe quién. Entonces recapacité y fui consciente de que entre ambas fotos había un año de diferencia, pero se notaba que en ese transcurso de tiempo a mi abuela le debió de ocurrir algo que turnó su sonrisa en una expresión seria y carente de felicidad.


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Saludos :)

viernes, 5 de agosto de 2011

La caja de cerillas

Uno de los días más raros de toda mi vida fue el día en que murió mi abuela. Era un día caluroso de verano, recuerdo que era Julio y que hacía un calor insoportable, mi abuela Gabriela había fallecido tras una larga y dolorosa enfermedad y yo, a mis nueve años no entendía exactamente el proceso por el que aquella anciana mujer de ochenta años estaba pasando, pero el cáncer, ese tabú que afecta a más personas de las que nosotros pensamos, vino a visitarle y a llevársela a un lugar mejor (o al menos eso quise creer en su momento).
Visitaba a mi abuela prácticamente todos los días y le decía, en mis inocentes cavilaciones que se pondría bien. Ella me sonreía y colocaba su mano en mi mejilla, intentando mostrarme su respuesta a modo de caricia.

Nunca pensé en que mi abuela falleciera tan de pronto, pero así lo hizo, no me lo esperaba, en aquella época pensaba que para morirte, tenías como mínimo tener ochenta y cuatro años, era una norma que me había sobreimpuesto para autoconvencerme de que la hora de mi abuela aún no había llegado, pero así fue.
La ceremonia y el funeral fue un vaivén de familiares, unos cercanos, otros no tanto, que se fueron sucediendo e intercambiando pésames en un desfile de trajes oscuros que parecían seguir patrones sociales predeterminados. Al volver del funeral, hicimos una pequeña parada en la antigua casa de mi abuela, lugar donde mi madre y mis tíos se habían criado y parecían haber sido felices. Mi madre me cogió de la mano y me dijo:
-Gabi, aunque tu abuela se haya ido, que sepas que te quería mucho, por eso, te ha dejado unos cuantos obsequios para ti.
-¿Para mí?- pregunté, extrañada por ese gran privilegio.
-Sí, antes de…bueno antes de que le pasara esto me dijo que te diera un par de cosas que le hubiera gustado que conservaras, así que ahora subiré a su habitación para que las tengas.

Mi madre subió al cuarto de mi abuela mientras mi padre se sentó en el sofá y cogió un libro de esos que a mi abuela Gabriela le gustaba dejar sobre la mesa del salón para que la gente pudiera disfrutar de algo bonito e interesante mientras ella preparaba algo en la cocina: Arte Contemporáneo, Danza, Fotografía… Esos temas eran sus favoritos, pero muchos de los visitantes que cruzaban el umbral de su casa no llegaban a comprenderlos.
Mientras mi padre se encontraba enfrascado en la vida y obra de Pablo Picasso, yo me dirigí hacia el mueble donde mi abuela colocaba las fotos de todos los familiares: reconocí a mi madre y a mi padre, eso sí con unos cuantos años de menos, como casi todos los que aparecían allí. Yo en una foto con apenas un año, mis tíos en su luna de miel a Egipto y por último, una foto de mi abuela, una imagen en la que aparecía con su hermano, su hermana y sus padres. Esa foto fue la que más me llamó la atención. Era una foto de estudio, de esas que se hacían cuando antiguamente una familia no podía inmortalizarse así como así. Aquellos vestidos “preparados para la ocasión”, aquel despliegue de banalidad y egocentrismo colectivo realizado para un recuerdo me parecía algo que contrastaba mucho con la cotidianeidad con la que hoy en día mis padres y yo nos hacíamos fotos de nuestros viajes o de mis centímetros crecidos en un año.
En mitad de mi ensimismamiento fotográfico mi madre bajó las escaleras con una bolsa y dijo que ya estaba lista. Mi padre soltó el libro y mi madre me cogió de la mano cuando de repente se me ocurrió una cosa:
- ¿Mamá me puedo llevar esta foto? - le espeté sin más.
Mi madre me miró durante un instante, como pensando si eso estaría bien o mal, yo me adelanté a su respuesta:
-Me gustaría tenerla, como recuerdo – Esta contestación terminó de convencerla y metió aquella fotografía en la bolsa, con el resto de “obsequios” para mí y el resto de mi familia.

Al llegar a casa me quité aquel vestido regio (para mí en aquel momento todo lo que llevara una pequeña puntilla ya me parecía excesivo) y me puse un vestido de algodón verde, mi color preferido. Mi madre se acercó a mi cuarto y colocó la bolsa que había traído de casa de mi abuela en el suelo de mi habitación:
-Cariño esto es lo que tu abuela me dijo que te diera – me explicó mi madre – Espero que te guste.

En aquel momento, a mi corta edad, me esperaba un paquete envuelto con un lazo que contuviera una muñeca de esas de porcelana vestida de marinero (no sé por qué pero en aquel momento quería tener una) pero cuál fue mi desilusión al ver cómo de aquella bolsa salían dos cajas, una de ellas de hojalata, como de galletas y otra con forma de cofre de madera, cerrada por un candado de bronce con las iniciales “G.E.” entrelazadas entre sí.
Deseché la opción de abrir el cofre puesto que no había nada parecido a una llave que pudiera desvelarme los misterios de aquella especie de objeto de anticuario, pero, como era un recuerdo de mi abuela, quité mis peluches de una balda de la estantería para dejarle un hueco a la foto y a esa suerte de cofre del tesoro.
La otra caja tenía un aspecto más rudimentario, estaba oxidada en los bordes y, entre los restos de pintura que le quedaban, parecía que en algún momento de su existencia había contenido chocolatinas de alguna pastelería de Barcelona. Yo, que vivía en Córdoba por aquel tiempo, ni me planteé cómo aquello había llegado hasta allí.
Pero lo más extraño de todo no fue el continente, sino el contenido. Abrí aquella caja y lo único que encontré fueron cajas de cerillas de distintos lugares y con distintas formas. Unas simulaban pequeños paquetes de tabaco, otras sencillamente eran recuerdos de restaurantes y hoteles de Logroño, Madrid o la misma Barcelona, entre otros.
Mi desilusión hizo que cerrara aquella caja y que la dejara con los demás recuerdos que mi abuela me había legado y que yo misma me agencié aquel mismo día, sin pensar en lo que me llegaría a deparar unos años más tarde.




Junio de 2007
Era mi dieciocho cumpleaños y, como siempre, llegaba tarde a mi cita con mis amigas. Mi habitación había cambiado en muchos aspectos pero era como la de cualquier adolescente: un lugar donde apelotonar una ingente masa de ropa sucia y limpia a la vez, de libros y apuntes mezclados con ordenadores, Mp3 (o cuatro, no entendía mucho cómo iba aquello) y de demás elementos tecnológicos de última generación. Pero había algo que no había cambiado, la estantería que antes estaba llena de juguetes ahora era el perfecto lugar para mi tocador, pero una de sus baldas seguía conteniendo aquellos presentes, aquellos extraños regalos que mi abuela me había dejado como su último deseo. De vez en cuando me quedaba mirando fijamente aquella foto, que me seguía pareciendo curiosa, sobre todo por la seriedad que mostraban mis bisabuelos y sus respectivos hijos, pero lo que de verdad no volví a intentar abrir fueron aquellas cajas, hasta aquel día. Fue una casualidad, las prisas y mi torpeza hicieron que me tropezara con los zapatos y que mi cuerpo fuese a parar a la estantería de mi habitación, desparramando la caja de cerillas que tan celosamente había colocado nueve años atrás en aquel mueble.
-¿Gabi estás bien?-gritó mi madre desde la cocina.
-Si!!! O al menos eso creo- contesté.
Llegaba más tarde que nunca y había desparramado unas cincuenta cajas de cerillas por el suelo de mi habitación, pero cuál fue mi sorpresa cuando, recogiendo todo aquel pantanal inflamable apareció un colgante con una llave de bronce. Cogí todas las cajas como pude y las deposité en su morada de hojalata, dejando la llave fuera y salí corriendo a la calle a celebrar mi mayoría de edad.


La historia continúa en Atardeceres de naranja (http://casperlandiia.blogspot.com/)


Saludos :)