viernes, 5 de agosto de 2011

La caja de cerillas

Uno de los días más raros de toda mi vida fue el día en que murió mi abuela. Era un día caluroso de verano, recuerdo que era Julio y que hacía un calor insoportable, mi abuela Gabriela había fallecido tras una larga y dolorosa enfermedad y yo, a mis nueve años no entendía exactamente el proceso por el que aquella anciana mujer de ochenta años estaba pasando, pero el cáncer, ese tabú que afecta a más personas de las que nosotros pensamos, vino a visitarle y a llevársela a un lugar mejor (o al menos eso quise creer en su momento).
Visitaba a mi abuela prácticamente todos los días y le decía, en mis inocentes cavilaciones que se pondría bien. Ella me sonreía y colocaba su mano en mi mejilla, intentando mostrarme su respuesta a modo de caricia.

Nunca pensé en que mi abuela falleciera tan de pronto, pero así lo hizo, no me lo esperaba, en aquella época pensaba que para morirte, tenías como mínimo tener ochenta y cuatro años, era una norma que me había sobreimpuesto para autoconvencerme de que la hora de mi abuela aún no había llegado, pero así fue.
La ceremonia y el funeral fue un vaivén de familiares, unos cercanos, otros no tanto, que se fueron sucediendo e intercambiando pésames en un desfile de trajes oscuros que parecían seguir patrones sociales predeterminados. Al volver del funeral, hicimos una pequeña parada en la antigua casa de mi abuela, lugar donde mi madre y mis tíos se habían criado y parecían haber sido felices. Mi madre me cogió de la mano y me dijo:
-Gabi, aunque tu abuela se haya ido, que sepas que te quería mucho, por eso, te ha dejado unos cuantos obsequios para ti.
-¿Para mí?- pregunté, extrañada por ese gran privilegio.
-Sí, antes de…bueno antes de que le pasara esto me dijo que te diera un par de cosas que le hubiera gustado que conservaras, así que ahora subiré a su habitación para que las tengas.

Mi madre subió al cuarto de mi abuela mientras mi padre se sentó en el sofá y cogió un libro de esos que a mi abuela Gabriela le gustaba dejar sobre la mesa del salón para que la gente pudiera disfrutar de algo bonito e interesante mientras ella preparaba algo en la cocina: Arte Contemporáneo, Danza, Fotografía… Esos temas eran sus favoritos, pero muchos de los visitantes que cruzaban el umbral de su casa no llegaban a comprenderlos.
Mientras mi padre se encontraba enfrascado en la vida y obra de Pablo Picasso, yo me dirigí hacia el mueble donde mi abuela colocaba las fotos de todos los familiares: reconocí a mi madre y a mi padre, eso sí con unos cuantos años de menos, como casi todos los que aparecían allí. Yo en una foto con apenas un año, mis tíos en su luna de miel a Egipto y por último, una foto de mi abuela, una imagen en la que aparecía con su hermano, su hermana y sus padres. Esa foto fue la que más me llamó la atención. Era una foto de estudio, de esas que se hacían cuando antiguamente una familia no podía inmortalizarse así como así. Aquellos vestidos “preparados para la ocasión”, aquel despliegue de banalidad y egocentrismo colectivo realizado para un recuerdo me parecía algo que contrastaba mucho con la cotidianeidad con la que hoy en día mis padres y yo nos hacíamos fotos de nuestros viajes o de mis centímetros crecidos en un año.
En mitad de mi ensimismamiento fotográfico mi madre bajó las escaleras con una bolsa y dijo que ya estaba lista. Mi padre soltó el libro y mi madre me cogió de la mano cuando de repente se me ocurrió una cosa:
- ¿Mamá me puedo llevar esta foto? - le espeté sin más.
Mi madre me miró durante un instante, como pensando si eso estaría bien o mal, yo me adelanté a su respuesta:
-Me gustaría tenerla, como recuerdo – Esta contestación terminó de convencerla y metió aquella fotografía en la bolsa, con el resto de “obsequios” para mí y el resto de mi familia.

Al llegar a casa me quité aquel vestido regio (para mí en aquel momento todo lo que llevara una pequeña puntilla ya me parecía excesivo) y me puse un vestido de algodón verde, mi color preferido. Mi madre se acercó a mi cuarto y colocó la bolsa que había traído de casa de mi abuela en el suelo de mi habitación:
-Cariño esto es lo que tu abuela me dijo que te diera – me explicó mi madre – Espero que te guste.

En aquel momento, a mi corta edad, me esperaba un paquete envuelto con un lazo que contuviera una muñeca de esas de porcelana vestida de marinero (no sé por qué pero en aquel momento quería tener una) pero cuál fue mi desilusión al ver cómo de aquella bolsa salían dos cajas, una de ellas de hojalata, como de galletas y otra con forma de cofre de madera, cerrada por un candado de bronce con las iniciales “G.E.” entrelazadas entre sí.
Deseché la opción de abrir el cofre puesto que no había nada parecido a una llave que pudiera desvelarme los misterios de aquella especie de objeto de anticuario, pero, como era un recuerdo de mi abuela, quité mis peluches de una balda de la estantería para dejarle un hueco a la foto y a esa suerte de cofre del tesoro.
La otra caja tenía un aspecto más rudimentario, estaba oxidada en los bordes y, entre los restos de pintura que le quedaban, parecía que en algún momento de su existencia había contenido chocolatinas de alguna pastelería de Barcelona. Yo, que vivía en Córdoba por aquel tiempo, ni me planteé cómo aquello había llegado hasta allí.
Pero lo más extraño de todo no fue el continente, sino el contenido. Abrí aquella caja y lo único que encontré fueron cajas de cerillas de distintos lugares y con distintas formas. Unas simulaban pequeños paquetes de tabaco, otras sencillamente eran recuerdos de restaurantes y hoteles de Logroño, Madrid o la misma Barcelona, entre otros.
Mi desilusión hizo que cerrara aquella caja y que la dejara con los demás recuerdos que mi abuela me había legado y que yo misma me agencié aquel mismo día, sin pensar en lo que me llegaría a deparar unos años más tarde.




Junio de 2007
Era mi dieciocho cumpleaños y, como siempre, llegaba tarde a mi cita con mis amigas. Mi habitación había cambiado en muchos aspectos pero era como la de cualquier adolescente: un lugar donde apelotonar una ingente masa de ropa sucia y limpia a la vez, de libros y apuntes mezclados con ordenadores, Mp3 (o cuatro, no entendía mucho cómo iba aquello) y de demás elementos tecnológicos de última generación. Pero había algo que no había cambiado, la estantería que antes estaba llena de juguetes ahora era el perfecto lugar para mi tocador, pero una de sus baldas seguía conteniendo aquellos presentes, aquellos extraños regalos que mi abuela me había dejado como su último deseo. De vez en cuando me quedaba mirando fijamente aquella foto, que me seguía pareciendo curiosa, sobre todo por la seriedad que mostraban mis bisabuelos y sus respectivos hijos, pero lo que de verdad no volví a intentar abrir fueron aquellas cajas, hasta aquel día. Fue una casualidad, las prisas y mi torpeza hicieron que me tropezara con los zapatos y que mi cuerpo fuese a parar a la estantería de mi habitación, desparramando la caja de cerillas que tan celosamente había colocado nueve años atrás en aquel mueble.
-¿Gabi estás bien?-gritó mi madre desde la cocina.
-Si!!! O al menos eso creo- contesté.
Llegaba más tarde que nunca y había desparramado unas cincuenta cajas de cerillas por el suelo de mi habitación, pero cuál fue mi sorpresa cuando, recogiendo todo aquel pantanal inflamable apareció un colgante con una llave de bronce. Cogí todas las cajas como pude y las deposité en su morada de hojalata, dejando la llave fuera y salí corriendo a la calle a celebrar mi mayoría de edad.


La historia continúa en Atardeceres de naranja (http://casperlandiia.blogspot.com/)


Saludos :)

2 comentarios:

  1. jojojo :D
    Me encanta!!! Ya mismo mi parte!! ^^

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  2. Ey! Me gusta el royo ese de que cada una vaya escribiendo una parte. Se pone interesante =) Iré leyendo. Un saludo

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