sábado, 24 de septiembre de 2011

La caja de cerillas - Novena parte

Por fin, aquí os dejo el penúltimo capítulo, espero que os guste...


Intenté contactar al día siguiente con mi tío Daniel, pero mi madre (que ya había vuelto de su fin de semana en la playa, más morena que nunca, por cierto) me dijo que se había ido con Carmen, mi tía abuela, a Barcelona a visitar a María, la pequeña de los tres hermanos que había vuelto a Barcelona unos años atrás.

Ese mismo día, Lunes para ser más exactos, Guille me llamó apurado, comentándome que no podía acudir a aquella visita con mi tío porque su madre les había preparado un viaje sorpresa a la playa.
-No te preocupes Guille, mi tío está en Barcelona y no vuelve hasta el viernes – le dije
-Lo siento mucho Gabi, me hubiera encantado ir pero mi madre nos ha montado unas vacaciones familiares sorpresa – al decir eso su tono de voz cambió.
-No pareces muy emocionado ¿Cuándo vuelves?
-Justo el Viernes, la fiesta de Jorge ¿era el sábado, verdad? No tengo ganas de perderme esa fiesta por nada del mundo.
Nos despedimos con esa sensación extraña de quien tiene mucho que decirse pero no habla porque sabe que se complicarían las cosas. Guille y yo nunca podríamos tener nada, por mí, por él y por Lucía, y yo no quería convertirme en una Nuria que se entrometiera en su bonita relación y los jodiera, a ambos.

Mi semana en Córdoba la pasé con un calor insoportable y de una forma inesperada, con Lucía. Prácticamente todos los días quedábamos y nos tirábamos las horas muertas hablando. Aquella buena amiga que de un día para otro se había convertido en “mi enemiga” volvía a ser aquella chica simpática y dicharachera conmigo, ya que desde que Guille y ella habían empezado su “algo” nos habíamos distanciado. De vez en cuando salía el tema, y Lucía me instaba a que le contara cosas sobre él: que si se portaba bien conmigo, que si durante todos estos años siempre habíamos estado tan unidos, que qué sentía al saber que se iba a Sevilla, blablabla… Yo intentaba sobrellevarlo como mejor podía y le daba la mejor visión de mi amigo, pues eso es lo que se le da a una chica enamorada, pero ella siempre pedía más, hasta que un día, exploté:
-¡¿Bueno, ya vale no?! – le dije cuando me preguntó, por enésima vez en aquella semana, si Guille significaba mucho para mí. Lucía abrió mucho los ojos.
-Lo siento – me dijo, cabizbaja.
-No, perdóname tú a mí Lucía, no quería ser tan brusca pero esto de la universidad lo llevo un poco mal. Me voy a una carrera donde voy a estar sola y el único apoyo que tengo aquí es Guille y se va a Sevilla.
-Bueno Gabi, siempre nos tendrás a todos nosotros, la mayoría de la clase se queda aquí y en la universidad conocerás a mucha gente, no te preocupes - se levantó de la toalla y me dio un abrazo, cálido y sincero. No sé si fue ese abrazo o todo lo que estaba pasando pero me puse a llorar como una cría. Después de aquello Lucía y yo volvimos a ser las de siempre, después de aquella semana habíamos tomado color y retomado nuestra amistad.

Llegó el viernes, día en que llegaba Guille, pero yo tenía que enfrentarme todavía a la historia de mi familia, sola. Sólo mi tía Elena se había atrevido a comentarme algo más, pero no quería comentarle nada todavía a mi madre, puesto que ya sabía su reacción al hablar de ese tema y no quería que, por su enfado, no me dejara descubrir aquello que mi abuela quería que supiera.

Salí aquella mañana de viernes con el pretexto de ir a mirar tiendas, pero en realidad me acerqué al centro pero para otros menesteres. La noche de antes el teléfono sonó y oí como mi madre decía: “Vaya tío Daniel has vuelto antes, ¿cómo está tía María?”, así que supuse que ya habían llegado mis tíos de Barcelona.
Llevé conmigo las cartas de mi abuelo guardadas con cuidado en el bolso, junto con la invitación de boda y el anillo, no quería que mi tío abuelo me tomara por loca. Cuando subí, él y Carmen me esperaban con un detalle de Barcelona: un colgante con un círculo de cristal decorado con flores, parecían modernistas, era precioso. Se lo agradecí con un buen abrazo a ambos. Desde siempre, mi tío Daniel había sido la única familia que teníamos aquí, puesto que mis bisabuelos fallecieron cuando aún yo no había nacido.
Me ofrecieron desayunar (llegué a su casa cerca de las diez y media) y les dije que no, a pesar de todo mi tía salió de la cocina con un zumo de naranja y una tostada, terminé devorándolo como si no hubiera comido en siglos.

Después de comer, mi tío Daniel me formuló la pregunta que estaba esperando oír desde que entré por la puerta de su casa, nada de comentarios sobre el viaje, sólo una cosa:
-Dime Gabi ¿a qué viene tu visita? – como sabía que no existía la posibilidad de realizar una explicación escueta, saqué del bolso las cartas, el anillo y la invitación de boda y me quedé mirando fijamente a mis tíos. Ambos se miraron con media sonrisa en la cara:
-Así que ya lo sabes – soltó, de repente mi tía Carmen. Asentí con la cabeza para rematarlo con:
-Aún me faltan un par de cosas para ver el puzle completo y pensé que vosotros, que convivisteis con mi abuela y la conocisteis de verdad podríais echarme un cable, sobre todo tú – dije mirando hacia mi tío Daniel.

-Veamos – empezó a relatar Daniel – se supone que ya sabes que tu abuela “se fugó” el día de su boda porque nuestros padres, gente antigua como ninguna, le llenó la cabeza de pájaros diciéndole que no podía casarse con un hombre de su estatus. Desde que entró en casa Eduard no fue bien recibido, no sé por qué, pero yo me llevaba bastante bien con él.
También debes de saber que tu abuela era curandera y que una mujer le enseñó imágenes de tu abuelo con otra mujer, Nuria para ser más exactos. – pensé en ese instante que mi tío era también una especie de médium que podía leerme la mente – No te asustes Gabi, Elena me llamó anoche y me comentó todo y yo ya sabía que tu abuela quería dejarte ese secreto familiar desde antes de que enfermara. No se sentía orgullosa de como hizo las cosas y pensó que, si conocías su historia y te enamorabas, obrarías para tu bien, no como hizo ella. – Yo me quedé a cuadros, pero mi tío siguió hablando - Bueno, te voy a contar todo desde el principio, saltando algo por encima las partes que ya conoces, para que cojas la moraleja de la historia. No culpes a tu madre o a tu tía por no haberte querido contar esto antes, siempre respetaron a tu abuela y conocieron a tu abuelo, tarde y mal como todo lo que hicimos en esta vida, pero al menos se perdonaron y hoy en día pueden vivir tranquilas.
Bueno, te dejo de contar culebrones y voy al “meollo” de la cuestión: corría el invierno de 1955, yo era un jovenzuelo de 19 años y tu abuela una hermosa chica de 17, mientras que tu tía María, con 9 años, aún jugaba a saltar la cuerda con sus amigos. Gabriela y yo trabajábamos en una fábrica textil del barrio de Sant Antoni en Barcelona (algún día te tengo que llevar, te encantará) y tu abuelo Eduard era el hijo del jefe de la fábrica, venía de una familia de empresarios que se remontaba al siglo pasado.
Al principio nos pareció un niño mimado y fanfarrón pero, con el paso de los días, un grupo de trabajadores y él nos hicimos amigos, muy buenos amigos. Aún recuerdo quienes éramos: Eduard, tu abuela, Carmen también andaba por allí – cogió la mano de mi tía y la apretó fuerte – Jordi, Carlos, Rosa y Nuria también venía con nosotros de vez en cuando.
Desde primera hora Eduard cortejó a tu abuela, pero ella se hacía la dura, aunque luego me confesaba a escondidas haciéndose la despistada que ese chico tan mono, el hijo del jefe, le parecía muy simpático. En abril, justamente el día de Sant Jordi, tu abuela y Eduard empezaron a salir, fueron tiempos felices para todos. Carmen y yo estábamos prometidos después de casi tres años de noviazgo – volvió a mirarla y a sonreír – y Eduard y Gabi estaban en esa época en la que todo lo de la otra persona te parece perfecto, aunque Eduard tuviera un moco pegado en la cara tu abuela seguía diciendo que era guapísimo. -No pude evitar echarme a reír, no esperaba que un hombre de su edad bromeara con tanta soltura, supongo que no debo prejuzgar a nadie – El verano de 1955 lo pasamos prácticamente todo el grupo de amigos juntos, trabajando en la fábrica, en la playa de la Barceloneta y saliendo por las Ramblas por las noches. La verdad que tus bisabuelos nos echaron muchas broncas en esa época –dijo, sonriendo para sí.
>>Tus bisabuelos, no sé por qué, tenían ciertas reticencias con aquel chico de buena familia. Lo que para cualquier padre sería un orgullo de yerno, para ellos era un aprovechado y mujeriego que sólo quería retozar un rato con su hija. Ellos eran gente de campo, de un pueblo cercano a aquí, de Almodóvar, y llegaron a Barcelona recién casados, llenos de miedo y para buscar trabajo. Todo fue bien en la fábrica, ellos también trabajan allí pero en otro módulo, y siempre me habían dicho que querían volver a su casa, a Córdoba y seguir con el cortijo que los padres de tu bisabuelo tenían cuando éstos pasaran a mejor vida. Yo creía que decían estas cosas con la típica melancolía con la que hablan los padres, pero en cuanto vieron que las intenciones de Eduard con tu abuela eran más serias y en cuanto empezaron a montar la boda por su cuenta, con la ayuda de los padres de Eduard, ellos aceleraron la marcha: se despidieron de la fábrica y sacaron billetes para todos (incluida Carmen, que se casaría conmigo un mes después) sin decirle nada a tu abuela Gabriela. Y al final terminaron trabajando en Córdoba, dejando por hacer el sueño de cuidar el cortijo.
>>Nunca aprobé eso que le hicieron a tu abuela, pero a ella también la llevaron a aquella vieja bruja que le enseñó no sé qué imagen y salió corriendo con el rabo entre las piernas y embarazada de gemelas. Fue cobarde y es algo que le he dicho siempre.
Por otra parte tu abuelo se descolocó tanto como yo, por mucho que tu abuela me diera explicaciones yo no le veía el sentido a aquello, por qué no se podía haber quedado con él, si estaban prácticamente casados. Lo que tu abuela vio en casa de aquella mujer fue el futuro, cuando Núria apareció en su vida fue después de que tu abuela se marchara. Supongo que por despecho, o por la lástima que sentía por la muchacha decidió salir con ella, aunque nunca llegaron a prometerse ni a tener hijos. Tu abuelo seguía escribiendo cartas (yo le pude facilitar las direcciones) a Gabriela y Núria, como vio que aquel hombre nunca sentiría nada por ella, un día cualquiera de 1959 cogió la puerta y se largó para no volver jamás.
Eduard nunca perdió la esperanza de volver con Gabriela y, cuando nuestros padres fallecieron, el bisabuelo Martín en 1958 y la bisabuela Daniela en 1961 y él se enteró, me dijo que quería ir a Córdoba a ver a Gabi. No se atrevió antes porque no quería causar más problemas.
-Un momento, un momento – le interrumpí - ¿has dicho que te lo contó a ti?
-Sí – cuando vio mi cara se explicó – Gabi, tu abuelo nunca hizo nada malo, yo no perdí el contacto con él y, mediante carta o por teléfono siempre nos llamaba a Carmen y a mí para preguntar por las niñas y por tu abuelo. Nosotros creemos que ella fue muy dura, y que se creyó lo que la anciana le mostró, quizá porque su madre la predispuso a desconfiar de Eduard.
-Bueno, entonces continúa, al final qué pasó, ¿volvieron a verse? – Mi tío asintió con la cabeza.
-Ahí es donde voy, tu abuela ha querido que supieras esto para que no metieras la pata como lo hizo ella en su momento, ni perdieras el tiempo como hizo ella también, para que si encuentras un amor de verdad como ella hizo, no te dejes comer la cabeza por otros, ni siquiera por ti misma. – Sólo me venían imágenes de Guille y de cómo había malgastado todo este tiempo. – Gabi, Eduard volvió a por tu abuela, diez años después. Se instaló aquí en Córdoba y tu madre y él vivieron como una pareja de hecho. El problema es que tu abuelo enfermó al poco tiempo, un cáncer como hoy conocemos, que se lo llevó en un par de años. La actitud de toda la familia con ella, incluso sus propias hijas, es un enfado ante la postura que escogió en su juventud. Es algo que siempre le hemos reprochado, por eso ella quiere que tú ahora no hagas lo mismo, es algo a lo que le tenía pánico.

Me quedé pensando un buen rato, recordé, después de toda aquella cantidad de informacióne la fiesta de Jorge. Me despedí rápidamente de mis tíos, les agradecí todo lo que me habían contado y volví a casa para prepararme, cuando llegué era la hora de comer y no pude subir al cuarto hasta la hora de la siesta. El ordenador estaba encendido y con una conversación de Lucía abierta, que rezaba así:
> Hola!, Gabi? Estás ahí? Bueno, supongo que no, en fin, llevo toda la semana intentando decirte algo, pero me parece tan estúpido que creo que nos vas a matar, a Guille y a mí. – “estáis saliendo”, pensé, antes de leer nada– Todo lo que hemos montado este tiempo Guille y yo es mentira, no nos gustamos, somos colegas y él es un buen chaval, pero yo estaba harta de verlo sufrir por ti e ideé esta tontería de plan para que empezaras a darte cuenta de lo mucho que él te quiere. No sé si habrá funcionado, o si tú no sientes nada por él, pero dile algo por Dios, y pronto, porque se va a Sevilla con la certeza de que ha metido la pata contigo hasta el fondo.
Esta noche nos vemos y hablamos. Perdóoon mil veces por todo lo que he liado,
Un beso.


Me quedé petrificada en la silla. “Este se entera” me dije pensando en Guille, con una mezcla de felicidad y mosqueo y con esa actitud me dispuse a ir a la fiesta.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La caja de cerillas - Séptima parte

Continuamos con nuestra pequeña aventura....


Al día siguiente de aquella “cita” (porque para mí lo había sido) con mi mejor amigo no me levanté de la cama hasta el mediodía. Era sábado y aquel fin de semana mis padres se habían ido a la playa hasta el lunes, así que decidí remolonear en la cama hasta que no pude más. No paraba de darle vueltas a lo que Guille me había dicho mientras cenábamos y en la cara de felicidad que ponía mientras hablaba de Lucía. Reprimí todo lo que pude aquella angustia y me levanté de la cama, me preparé una pizza y me dediqué a comerme durante el resto de la tarde toda la reserva de helado de chocolate con cookies que había en mi casa.
Tenía el portátil encendido y a toda leche con mis canciones favoritas y, no sé por qué, cuando My Chemical Romance empezó con “I’m not okay (I promise)” me sentí tan mal conmigo misma que empecé a lloriquear como una niña pequeña. Me vi reflejada en el espejo de mi habitación y no pude hacer otra cosa que sentir pena. Me había tenido que dar cuenta en ese mismo instante de lo que sentía por mi mejor amigo, estaba cumpliendo a rajatabla el maldito dicho de “nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”. Él mismo me lo había advertido todo sobre Rober y no le había hecho caso, él era el que estaba siempre a mi lado, hasta ahora. Continué llorando como una magdalena hasta que sonó el teléfono de mi casa. Como pude, quité la música y, al coger el teléfono, mi voz intentó sonar lo más normal posible:
-¿Hola? – pregunté extrañada.
-Hola Gabi, soy Guille – “mierda” pensé, “eres tú” – sólo quería preguntarte cómo estabas, es que anoche…verás te vi algo distraída, dime ¿te pasa algo conmigo Gabi?
En aquel instante se me ocurrieron miles de respuestas, unas más ingeniosas que otras pero todas con un mismo cometido, pero preferí responder con un simple:
-Nada Guille qué me va a pasar – intenté sonar lo más despreocupada posible, y, por su respuesta, mi teatro hizo el efecto deseado.
-Ah, bueno, pensé que tenías algún problema con lo de tu abuela, ¿quieres que te ayude en algo? – En aquel momento respiré hondo, qué fácil era engañar a un chico en ese aspecto, Guille no se había dado cuenta de todo lo que me pasaba con él, y lo prefería así, no quería hacerle daño ni a él ni a Lucía.
-Ahora mismo tengo un montón de cosas que ya empiezan a tomar sentido, pero no sé cómo contactar con mi abuelo Guille, no sé ni siquiera si está vivo. – Al cambiar de tema me sentí mucho más segura y decidí que ya era hora de dejarse de tonterías y de ser la Gabi de siempre – ¿te apetecería venir a casa a echarme una mano? – le pregunté sin más.
-Por supuesto – Guille colgó al poco rato y durante nuestra conversación no me había dado cuenta de que tenía el chat abierto y de que la ventana de “Lucía Márquez” estaba abierta, con un “hola guapa! ” a modo de saludo. Le respondí al saludo y, sin más, Lucía empezó con una retahíla de dudas sobre Guille: si creía yo, que era como su hermana (“¡¡¡mierda, mierda, mierda!!!”), que Guille era un buen chico para ella, que si le gustaba de verdad o sólo la quería para algo menos serio…. Y así, media hora de topicazos sentimentales que yo respondí como buena amiga con lo típico: “es un buen chico y te quiere de verdad” o la peligrosa pero no menos convincente “anoche cuando estuvimos cenando me dijo que le gustabas mucho y que eras un encanto”. Tardó mucho en contestar, no sé si porque se había puesto a gritar como una loca por los celos o porque estaba ilusionada de emoción, no quise ser malpensada y me decanté por lo segundo. Un “ooooh qué mono :D” fue toda su respuesta, así que fue un acierto no pensar mal de ella, supongo que el hecho de ser una hermana para Guille tranquilizó a la insegura de Lucía.
Me despedí de ella como pude, ya que no paraba de hablar todo el rato y de preguntarme consejos, y empecé a recoger el cuarto para que Guille no volviera a reírse de mí. Me cambié el pijama y me puse algo más decente, justo cuando iba a tirar la basura apareció Guille, con su casco aún en la cabeza, pegué un grito y casi me caí al suelo, pero mi buen amigo me agarró del brazo para que no me cayera como una boba.
Se quitó el casco y el pelo se le cayó por la frente, despeinado, cómo me gustaba: “oh mierda no empieces Gabi”, me dije mientras intentaba controlar mentalmente mis sentimientos hacia él.

Después de tirar la basura volvimos a casa y, sobre la mesa del salón puse todo lo que mi abuela me había dejado en vida y en lo que sea que se hubiese convertido ahora. Las cajas, las fotos, las cartas, el anillo, el libro y la invitación de boda. Con todo aquello supuestamente tenía que resolver el misterio de mi abuelo. Guille empezó con la caja de cerillas, la “culpable de todo”.
-¿Qué haces? – le pregunté
-Gabi, creo que tu abuela quiere que repases todo lo que te ha dejado. Me parece que el anillo y la invitación de boda nos dicen ya muchas cosas, pero nos falta algo, algo que una la felicidad de la foto de 1955 con la tristeza de tu abuela en la foto de 1956. – me respondió muy seriamente. Parecía que se estaba empezando a tomar en serio este tema, y me gustaba que fuese así.
Dejé a Guille abriendo todos los paquetes de cerillas de la caja de hojalata, intentado buscar algo más: “si tú has sacado un anillo, qué no podré sacar yo” me dijo con sorna y con una sonrisa que casi me derrite.
Deseché de mi cabeza todo pensamiento amoroso hacia él y me enfrasqué en “nuestra investigación”, como había bautizado Guille esta aventura. Miré y remiré el anillo, dentro, encontré de nuevo las iniciales de mis abuelos: “G.E.”. Dejé el anillo en la mesa y cogí la invitación de boda, era sencilla y elegante, muy bonita.
Gabriela Serra y Eduard Ferrer
Os invitan al enlace que se celebrará en Barcelona,
en la Iglesia de San Felipe Neri el día 18 de Agosto
a las diez de la mañana. Esperan vuestra confirmación.


Parecía que todo estaba preparado para el evento, no entiendo por qué mi abuela acabó aquí, en Córdoba, sola y criando a las hijas que supuestamente su propio marido había engendrado. Decidí coger el libro de Saramago y empezar a remover las hojas en busca de algo más, aunque ya me estaba empezando a hartar de tanto misterio.
-Gabi ten cuidado – me dijo Guille, de repente, mientras guardaba las cerillas sin nada nuevo.
-¿Por qué? – Guille señaló el libro que sostenía con las manos mientras que de una de sus partes sobresalía algo de papel. Se sentó conmigo en el sofá mientras yo intentaba averiguar qué me había guardado mi abuela en aquel libro, además de su invitación de boda.
Guille y yo nos mantuvimos callados, expectantes y emocionados, como si estuviésemos aun abriendo un e-mail para saber nuestra universidad de destino. La carta tenía como destinataria a mi abuela y la dirección de su casa en Córdoba. Abrí el sobre y empezamos a leer la carta, prácticamente al unísono:



Barcelona, 18 de Agosto de 1956
Querida Gabi,
Son casi las diez de la noche y aún me pregunto dónde te has metido. No sé dónde enviarte esto, no sé ni si quiera si sigues en Barcelona o te has marchado de aquí. ¿Por qué no has llegado a la iglesia? Yo te quiero y no sé por qué me has hecho esto, delante de mi familia y todos nuestros amigos. Gabi, no entiendo por qué no has venido a la iglesia, por qué me has dejado plantado, si ayer por la noche estabas tan feliz y te veía tan convencida de todo lo que íbamos a hacer.
Estoy desconcertado, no sé qué escribirte porque no sé qué te ha pasado en estas doce horas para que cambies de opinión tan radicalmente y no aparezcas el día de tu boda, no sé qué decirte, de verdad.

Enviaré esta carta a tu dirección, aquí en Barcelona, para que te la remitan donde quiera que estés. Yo estaba dispuesto a darlo todo por ti y a pasar el resto de mi vida contigo, no sé por qué me has hecho esto Gabi, yo te quiero.

Eduard Ferrer



Guille y yo nos miramos extrañados pensando cómo una mujer podía huir de un hombre del que supuestamente estaba tan enamorada de un día para otro.
-Mira Gabi, me parece que tenemos más cosas que leer – mientras Guille me decía esto, señaló el sobre, tirado en el suelo, con una carta algo más grande que sobresalía del sobre. La emoción no me había dejado verla y me había centrado tanto en la primera, que casi no me podía creer que estuviera leyendo algo que había escrito mi abuelo hacía más de medio siglo. Cogí la primera carta y la guardé mientras sacaba el otro pliegue, algo más nuevo que el anterior y empecé a leerlo con Guille:

Barcelona, 20 de Febrero de 1960
Querida Gabi,
Te envío esta carta a tu dirección en Córdoba remitiéndote la pequeña carta llena de confusión que te escribí, cuatro años atrás, para que te des cuenta de que no te estaba mintiendo la última vez que te llamé por teléfono, hace sólo unos meses, cuando por fin pude contactar contigo. Te escribí desconcertado, porque no sabía que te había movido para que te marcharas así, tan de repente y en un día tan importante.

Llevas engañada todos estos años por tus padres, porque ya sé toda la historia Gabi, todos estos años Rosa, tu mejor amiga, te ha guardado el secreto, pero el otro día no pudo más y cedió a mis ruegos así que ya lo sé todo. No sé cómo pudiste creer que me estaba viendo con Núria mientras preparábamos nuestro enlace y no sé cómo pudiste creer que me habían visto paseando con ella varias veces por el Parque de la Ciutadella, agarrados de la mano y haciendo Dios sabe el qué te habrían contado.
Sabía que tus padres no aprobaban lo nuestro, no confiaron en mí nunca, pero no pensaba que fuesen capaces de hacer cómplices a la propia Núria, que la noche de antes del enlace lo confirmó todo entre sollozos, según me contó Rosa.
Lo más curioso es que unos meses después de que te fueras, Núria vino a casa y se declaró, entonces no comprendía el por qué, pensaba que había sido un arrebato pasajero pero luego, al conocer toda la historia, entendí que Núria intentó actuar en su propio beneficio, lo que no sabía era que yo estaba lo suficiente dolido y confundido a la vez como para pasar sólo todo este tiempo.

Ahora que ya sabes toda la verdad y que te sigo esperando aquí me gustaría preguntarte cómo están nuestras hijas, porque ya sé que tuviste un par de gemelas tan guapas como tú. Durante los meses siguientes a tu desaparición te envié todas aquellas pequeñas notas compinchado con tus hermanos, Daniel y María, ellos eran los encargados de que tus padres no supieran que yo me seguía comunicando contigo, a pesar de que no obtuviera nunca una respuesta por tu parte.

Sé que ahora puedes estar confundida pero sólo quiero decirte que te sigo queriendo y que espero que algún día entiendas que no fue culpa mía, que yo también fui una marioneta con la que jugaron a su antojo. Sólo quiero que sepas que tengo muchísimas ganas de conocer a Isabel y a Elena y si hace falta soy capaz de irme allí contigo para intentar hacer todo lo que no nos dejaron cuatro años atrás, sólo hace falta que me lo digas, que me avises y haré las maletas para partir y quedarme contigo, para siempre.

Eduard Ferrer


-Tengo que hablar con mi tía – dije al terminar de leer la carta – ella nos dirá todo lo que nos queda por saber y saber el desenlace de todo esto. – Guille asentía mientras yo le hablaba, parecía estar dispuesto a seguir conmigo hasta el final.


Es el turno de la señorita Casper :)

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lunes, 29 de agosto de 2011

La caja de cerillas - Quinta parte

Sigo con mi parte de la historia...


No sabía exactamente cómo podía solucionar aquello, sólo tenía claro que si desvelaba aquel secreto intentaría resolver todo lo que mi abuela había querido que quedara enmendado. Revisé en mi habitación todas las cartas que, a marchas forzadas había podido recoger en casa de mi abuela. Muchas de ellas tenían la tinta corrida, otras estaban arrugadas y vueltas a alisar, pero ninguna de ellas pasaba de una sencilla nota, cuatro líneas donde Eduard no paraba de pedirle a mi abuela una y otra vez que la perdonara y que hiciera el favor de volver con él.

Guardé los sobres en la caja de madera bajo llave y me quedé pensando durante un buen rato en cómo, durante toda mi infancia había notado cómo mi familia siempre se había sentido de algún modo reticente a hablar sobre aquel abuelo ausente que siempre me había llamado la atención.
Mi madre, Isabel, tenía una hermana gemela, Elena, y ninguna de las dos querían oír ni una palabra acerca de las extrañas circunstancias de su nacimiento. Ya era algo extraño para mí tener a una tía igual que mi madre, más de una vez mis primos y yo habíamos confundido a nuestras respectivas madres al ir a darles un abrazo o a pedirles algo en las reuniones familiares. Recuerdo que una vez le pregunté a mi tía Elena por mi abuelo, creyendo que era mi madre, en una cena de Navidad:
-¿Mamá porqué el abuelo nunca ha venido a cenar con nosotros?
-Cariño – me contestó mientras me acariciaba el pelo – tu abuelo no está.
Esa respuesta era la excusa que mi madre y mi tía habían estipulado a la hora de salvar aquella pregunta que más de una vez había repetido durante mi infancia, y yo, inocente como era, me conformaba con ella. Siempre me imaginaba que mi abuelo andaba trabajando por ahí en algo importante, me hacía a la idea de que era piloto de aviones o agente secreto (esta última era mi favorita) y que no podía venir a vernos porque nos ponía en peligro a la familia, y con eso me conformaba.

Salí de aquel mundo de recuerdos en el que se había convertido mi habitación cuando mi madre abrió la puerta de golpe:
-Gabi te tengo dicho que no cierres la puerta de tu cuarto, sabes que no me gusta. Ah! Y por cierto, ha llamado Guille a casa hace un rato preguntando dónde estabas, ¿tú no te habías ido al cine con él?
-No mamá, he ido con Lucía – mentí – ahora lo llamaré.
Cogí el teléfono inalámbrico en el salón y corrí como pude hasta volver a encerrarme en mi cuarto. Mientras sonaban los tonos de llamada me di cuenta de que durante aquella semana prácticamente había perdido el contacto con mi amigo desde la noche que se fue en la moto como una exhalación.
-¿Sí? – se oyó al otro lado, era la hermana de Guille, Noelia.
-Hola Noelia soy Gabi, ¿está tu hermano por ahí?
-Ah! Hola Gabi, qué va, se fue a eso de las ocho y creo que dijo algo de que no lo esperásemos para cenar.
Colgué después de darle las gracias y las buenas noches, eran más de las diez y parecía que aquella cita con Lucía iba en serio. Desde que Guille me había dicho aquella misma tarde los planes que tenía no pude evitar sentir esa mezcla extraña de alegría y recelo, hasta aquel momento no me había parado a pensar que Guille era un chico más que tenía que conocer a alguien y ser feliz, hasta aquel momento sólo había pensado en la posibilidad de hacer cosas juntos, él y yo, nada más, pero hasta aquel día, mi egoísmo y mi falta de delicadeza (por qué no decirlo) habían alejado a mi mejor amigo poco a poco de mi lado.
Sabía lo que Lucía sentía por él, pero me parecía poco probable que pasara de un enamoramiento fugaz. En el fondo de mi ser pensaba que Guillermo se negaría a tener esa cita, que rechazaría a Lucía para venir a vivir aventuras conmigo, pero no lo había hecho. Llevaba toda la vida con él y me parecía que siempre sería así.

Dejé de darle vueltas a aquello y decidí poner el portátil un rato y volver a la realidad, a mi realidad. Rober estaba conectado pero decidí no abrir ninguna conversación, no tenía ganas de hablar con él y ver cómo intentaba camelarme con frases como “qué guapa sales en tu foto de perfil” o su clásico “no sé por qué aún no hemos quedado para tomar un café, a solas”. Sabía, por lo que todo el mundo conocía en el instituto, que todas aquellas frases estaban más que ensayadas, que sus tácticas las tenía más que aprendidas, pero yo, como una ilusa caía como una polilla al encuentro de su foco de luz. Terminé manteniendo una de esas estúpidas conversaciones calificadas en el apartado del “tonteo” y volví a caer, como una idiota, en sus manos. Quedé con Rober a las once en un parque cercano a mi casa “para hablar de nuestras cosas” como él mismo había dicho. Yo sabía a lo que iba, necesitaba sentirme importante y Rober era de esas personas que cuando estaba contigo, se las ingeniaba para hacerte creer que era capaz de todo por ti, así que decidí dejarme llevar.

Me fui dando un paseo a aquel circuito de footing de al lado de mi casa. Por las noches se convertía en un hervidero de familias y jóvenes que querían pasar un rato al fresco, al poco fresco que por aquellas noches de julio corría por la ciudad.
Rober vino en su moto nueva, deslumbrante, derrapó delante de mí en un acto de “hombría” y se bajó de la moto, no sin antes revisar su preciado flequillo. Rober era moreno y tenía un pelo liso a modo de casco que le cubría toda la cabeza. Sus ojos, dos pequeños puntos negros que se enmarcaban por una nariz recta y una piel tostada debido a sus largas horas en la piscina. Era lo que comúnmente se conocía como un “pijo”, un chico arreglado y bien parecido con un futuro prometedor y que a mí me hacía temblar como una chiquilla.
Un “hola guapa” abrió la veda de aquel muchacho, que creyó que aquel encuentro iba a ser de una índole más íntima de lo que imaginaba. Yo sólo quería alguien que me hiciera compañía, alguien que, como Guille, escuchara mis problemas, pero me encontré con un pulpo de más de ocho brazos que creía una galantería pellizcarte el culo sin menor aviso.
Nos sentamos en un banco y mientras yo intentaba explicarle a qué universidad quería ir, Rober me dio un beso.
-¿Qué haces? – le espeté.
-Lo que tú quieras te hago – me contesto, casi babeando. Intentó continuar con su juego y cada vez le veía menos futuro a aquello, hasta que empezó a sobrepasarse. Me deshice de él como pude y salí corriendo de allí entre lágrimas, con un sentimiento a medio camino entre la vergüenza y la ansiedad.

Salí de aquel parque dispuesta a no volver y enfilé la avenida de camino a casa cuando, de repente, vi como una moto se subía a la acera y empezaba a perseguirme, me asusté “mierda, éste vuelve a por mí”, pensé. Y con la idea de que Rober intentaba recuperar a su presa, corrí tanto como pude para enfilar el portal de mi casa y meterme en la cama lo antes posible, pero, para mi sorpresa, la moto se paró y ésta vez del casco lo que salió no fue una cabeza morena sino algo más clara. Oí como gritaba mi nombre aquel chico que no era Rober y, entonces, reconocí la moto de mi amigo Guille, aquella Vespa negra que tanto me gustaba. Esta vez comencé a correr, pero hacía él. Me abalancé sobre sus brazos y le di un abrazo mientras empezaba a llorar como una cría.
-¡Qué vergüenza! – le dije.
-¡Venga ya Gabi! No es la primera vez que te veo llorar – me contestó. Decidí no continuar con la conversación, de lo que me avergonzaba no era precisamente de mis lágrimas, sino de lo que me acababa de suceder con el gañán de Rober.
-Anda vamos que te acompaño a casa – me dijo mientras paraba la moto – daremos un paseo y así te calmarás, que no quiero que tu madre me eche la bronca porque apareciste en casa llorando por mi culpa.
-¡No seas tonto! Si tú nunca me has hecho llorar – le miré y sonrió, yo hice lo mismo, aliviada de que mi amigo, como si se tratara de una película, hubiera aparecido en el momento oportuno para salvarme.
No hablamos nada en lo que quedaba de camino hacia mi casa, supimos de alguna manera que el simple y mero hecho de tenernos era suficiente para ambos. Me despedí de Guillermo, le di un beso en la mejilla y el me respondió con un “Buenas noches”.

Entré en casa y mis padres ya se habían acostado. Me metí en la cama sin hacer el menor ruido posible pero no pude conciliar el sueño tan fácilmente. Me había dado cuenta, en aquel corto espacio de tiempo, que Guille, aquel niño con el que compartía el bocadillo desde el parvulario, se había convertido en alguien importante en mi vida, en algo más que un amigo. La incertidumbre estaba en averiguar si aquellos sentimientos eran correspondidos, o sí tenía que dejarlo hacer su vida, porque la oportunidad para mí ya había pasado. Entonces fui consciente de lo estúpido de mi comportamiento y como Guillermo me había avisado de la actitud de Rober durante todos estos meses. “Soy idiota”: ese fue el último de mis pensamientos, antes de caer sumida en un profundo sueño.



Señorita Casper ahora es tu turno ;)

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:)

lunes, 22 de agosto de 2011

La caja de cerillas - Tercera parte

Aquí sigo con nuestra pequeña fantasia literaria compartida con mi querida compi de escritura, María Casper, espero que sigáis disfrutando con esta historia....



Quedé con Guille en la Judería para pasar la tarde en una de nuestras teterías preferidas. Nada mejor para una resaca como echarse en uno de esos cómodos sofás llenos de cojines para hincharte de batidos y dulces, eso sí, a eso de las ocho puesto que a finales de Junio el verano se estaba dejando ver con ganas.
Llegué a la mezquita, lugar de quedada habitual y me dispuse a esperar a mi amigo escuchando música. Mientras Robyn empezaba a cantar su “Be Mine” apareció Guille por una de esas tortuosas callejuelas que tanto encantaban a los turistas (y a mí) para perderse.
-Perdón por el retraso, pero si no recogía mi habitación mi madre me ha amenazado con dejarme encerrado en casa hasta Año Nuevo. - Guille era así, daba igual que su madre le estuviera echando la bronca, él siempre tenía algo bueno que sacarle a los problemas.
-No te preocupes – le contesté – pero venga, que tengo mucho que contarte.

Después de acomodarnos y pedir un buen surtido de dulces y batidos me dispuse a relatar a mi colega las aventuras de la noche anterior y mi encuentro “paranormal” con la caja de mi abuela. Guille me espetó:
-¿No seguirías borracha, verdad?
-NO! Guille, por Dios!
-Eres la nueva Courtney Love – bromeó.
-Sí, solo que no tengo un Kurt con quien compartir adicciones.
-Gabi no empieces con eso – Guille me miró, pero ya no había un atisbo de sarcasmo en su mirada, me miró seriamente – No me gusta Rober y lo sabes, es un chulo que sólo te quiere para lo que todos sabemos. ¿Sabes que en el baño de tíos del instituto tiene una pared donde cuenta a las tías que se tira? Es un fantasma y de los buenos, no como el tuyo.

Pasaron unos segundos hasta que volví a hablar, Guillermo tenía razón, pero conmigo no se comportaba de esa manera, y aunque me moría de ilusión por contarle que me besó preferí seguir con el tema paranormal.
-Mi fantasma –continué – es de verdad y sino ven conmigo a casa y lo compruebas.
-¿Sesión de espiritismo a plena luz del día?
-¡Anda ya! – Le contesté – no digas tonterías, no vamos a llamarlo ni nada, si con sólo abrir la caja me pasaron un montón de cosas.
-A lo mejor será porque tu abuela te quiere decir algo.
Miré a Guille y vi como aquel mocoso que intentaba cortarme el flequillo en la guardería y con el que compartí tantos bocadillos en el patio se había convertido en todo un hombrecito (expresión propia de cualquier abuela, pensé para mí misma), y bien parecido: pelo revoltoso y negro y unos ojos color miel que él aseguraba que eran de un color de mierda pero que yo siempre los había encontrado preciosos.
-Vas a tener que acompañarme, creo que me vas a ser de buena ayuda – Le dije, y así, en cuanto le pegamos el último bocado a nuestra merienda oriental volvimos a mi casa.

Con el pretexto de invitar a cenar a Guille por mi cumpleaños (lo del día anterior había sido una reunión femenina) entró mi mejor amigo a casa para hacer una sesión “al más puro estilo Sobrenatural”, como él mismo bautizó. No sabía si debía disparar a lo que se me apareciese con sal o empezar a buscar en bibliotecas guías sobre cómo comunicarte con el más allá, pero sentía que, en el fondo, esto me estaba pasando por alguna razón.

Aquella noche me sentí extraña. Mientras cenábamos con mis padres tuve una sensación de nostalgia inmensa ya que, aunque la selectividad nos había ido bien a los dos creía que de un momento a otro nos darían las notas de corte y, con nuestra mala suerte habitual, nos mandarían a cada uno a una punta de Andalucía a estudiar en la universidad. No sé, me dio la sensación de que ése era uno de los últimos momentos que viviría con él.

Dejé la nostalgia a un lado después de la cena e invité a pasar a mi habitación a Guille.
-Bonitas bragas – me dijo mientras cogía mi ropa interior con un bolígrafo.
Después de una ristra de insultos a su persona y algunos miembros más de su familia me dispuse a poner en el escritorio de nuevo las cajas y la fotografía que hacía ya prácticamente nueve años que tenía en mi haber. Le conté a Guille toda la historia: la muerte de mi abuela, los regalos y cómo me encapriché de alguna manera de aquella fotografía. Cogí la llave y abrí el cofre, le enseñé la palabra en latín y nada.
-“Desidium” – leyó Guillermo en voz alta – Significa deseo en latín.
-Lo sé y no sé por qué tiene que estar grabado justo en esa caja.

Continué con el ritual y abrí la caja de cerillas. Nada. Monté un altar improvisado con los regalos de mi abuela y unas cuantas velas, nada. No pasaba nada, ni un soplo de aire frío en pleno junio, ni una puerta que se cerrase, ni el olor de azahar, nada que se pareciese a un evento paranormal que hiciera constatar que mi abuela estaba allí. Guille empezaba a mirarme con cara de pena y yo me estaba empezando a plantear si me estaba volviendo loca, o si debía de empezar a dejar de mezclar el vodka y el tequila.
Desilusionada, acompañé a Guille hasta la puerta, atravesando el jardín de mi casa. Guille se puso su casco negro y salió pitando de allí en su Vespa roja, como si me tuviera miedo.

Mientras volvía dentro de casa, me estaba empezando a plantear si lo de aquella mañana había sido una alucinación cuando, de repente, se oyó un estruendo que parecía provenir del piso de arriba. Subí corriendo a mi cuarto con el corazón casi asomando por la boca cuando lo vi, allí estaba la caja de galletas, el cofre y la foto de mi abuela desparramados por el suelo. No daba crédito a lo que acababa de suceder, las cerillas, la foto, las cajas, todo estaba cubriendo el suelo de mi habitación como una alfombra. Además, las velas se habían apagado dejando una masa de humo cubriendo mi cuarto.
Lo recogí todo y volví a dejar las cerillas en su caja de hojalata, no sin antes darme cuenta de que, en uno de los laterales de esa caja había algo, otra vez esas dichosas letras: “G.E.”. Esas letras repetidas en ambas cajas me empezaron a dar que pensar. A lo mejor Guille tenía razón y mi abuela quería decirme algo.
El cofre no había sufrido ningún daño afortunadamente, no me perdonaría romper algo que me había legado mi abuela. El problema llegó con la fotografía, el cristal se había roto dejando a aquella imagen desprotegida así que me dispuse a recoger todos los pedazos que habían caído al suelo. Era una foto bastante grande y se había descolocado un poco del marco, por lo que le quité todos los cristales que pude y la abrí por la parte trasera y entonces ocurrió. Se desparramaron por mi habitación la fotografía familiar, una nota doblada hasta el infinito y otra fotografía de una pareja en la playa. Esa foto era mucho más pequeña y estaba algo borrosa, pero podía distinguir perfectamente a mi abuela en un bañador a rayas y un gorro, agarrada del brazo de un chico joven moreno y con una sonrisa de oreja a oreja. “Hacen buena pareja” pensé, eran los dos guapos y parecían vivir un momento muy feliz de sus vidas. Esa foto me daba buenas vibraciones, no como la que la tapaba. Le di la vuelta a la imagen de la pareja y corroboré mis sospechas: “Eduard y Gabi. Barcelona, Julio, 1955”. En aquel momento me acordé de la nota que había dejado caer y la abrí, para ver si me aportaba algo más de información a aquel extraño día:

“Querida Gabi,
Espero que disfrutes de los dulces que te envío, son Ametller,
ya sabes, esos que tanto te gustaron cuando estuviste aquí.
Te echo mucho de menos, por favor vuelve.”

No había firma ni nada que hiciera saber de quién era aquella nota, pero supuse que se trataba de la caja de hojalata ya que aún se podía leer algo de aquel apellido catalán de pastelero. Miré también la foto familiar de mi abuela y la giré para ver si encontraba algo más que diera luz a aquella incógnita que se estaba empezando a cernir sobre mí. Nada, tan sólo una descripción de los miembros de la foto y el año en que se tomó: “Familia Sánchez. Martín y Rosario. Gabriela, Daniel y María. 1956”.
Limpié mi cuarto de cristales y abrí la ventana para que entrara un poco de aire, ya que el humo de las velas me estaba dejando la garganta echa un asco. Puse la foto de mi abuela y su familia en mi estantería y decidí guardar la foto misteriosa y la nota en el cofre. Me colgué la llave en el cuello para asegurarme de que nadie (de carne y hueso) abría aquel secreto que me acababa de descubrir Dios sabe quién. Entonces recapacité y fui consciente de que entre ambas fotos había un año de diferencia, pero se notaba que en ese transcurso de tiempo a mi abuela le debió de ocurrir algo que turnó su sonrisa en una expresión seria y carente de felicidad.


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Saludos :)

viernes, 5 de agosto de 2011

La caja de cerillas

Uno de los días más raros de toda mi vida fue el día en que murió mi abuela. Era un día caluroso de verano, recuerdo que era Julio y que hacía un calor insoportable, mi abuela Gabriela había fallecido tras una larga y dolorosa enfermedad y yo, a mis nueve años no entendía exactamente el proceso por el que aquella anciana mujer de ochenta años estaba pasando, pero el cáncer, ese tabú que afecta a más personas de las que nosotros pensamos, vino a visitarle y a llevársela a un lugar mejor (o al menos eso quise creer en su momento).
Visitaba a mi abuela prácticamente todos los días y le decía, en mis inocentes cavilaciones que se pondría bien. Ella me sonreía y colocaba su mano en mi mejilla, intentando mostrarme su respuesta a modo de caricia.

Nunca pensé en que mi abuela falleciera tan de pronto, pero así lo hizo, no me lo esperaba, en aquella época pensaba que para morirte, tenías como mínimo tener ochenta y cuatro años, era una norma que me había sobreimpuesto para autoconvencerme de que la hora de mi abuela aún no había llegado, pero así fue.
La ceremonia y el funeral fue un vaivén de familiares, unos cercanos, otros no tanto, que se fueron sucediendo e intercambiando pésames en un desfile de trajes oscuros que parecían seguir patrones sociales predeterminados. Al volver del funeral, hicimos una pequeña parada en la antigua casa de mi abuela, lugar donde mi madre y mis tíos se habían criado y parecían haber sido felices. Mi madre me cogió de la mano y me dijo:
-Gabi, aunque tu abuela se haya ido, que sepas que te quería mucho, por eso, te ha dejado unos cuantos obsequios para ti.
-¿Para mí?- pregunté, extrañada por ese gran privilegio.
-Sí, antes de…bueno antes de que le pasara esto me dijo que te diera un par de cosas que le hubiera gustado que conservaras, así que ahora subiré a su habitación para que las tengas.

Mi madre subió al cuarto de mi abuela mientras mi padre se sentó en el sofá y cogió un libro de esos que a mi abuela Gabriela le gustaba dejar sobre la mesa del salón para que la gente pudiera disfrutar de algo bonito e interesante mientras ella preparaba algo en la cocina: Arte Contemporáneo, Danza, Fotografía… Esos temas eran sus favoritos, pero muchos de los visitantes que cruzaban el umbral de su casa no llegaban a comprenderlos.
Mientras mi padre se encontraba enfrascado en la vida y obra de Pablo Picasso, yo me dirigí hacia el mueble donde mi abuela colocaba las fotos de todos los familiares: reconocí a mi madre y a mi padre, eso sí con unos cuantos años de menos, como casi todos los que aparecían allí. Yo en una foto con apenas un año, mis tíos en su luna de miel a Egipto y por último, una foto de mi abuela, una imagen en la que aparecía con su hermano, su hermana y sus padres. Esa foto fue la que más me llamó la atención. Era una foto de estudio, de esas que se hacían cuando antiguamente una familia no podía inmortalizarse así como así. Aquellos vestidos “preparados para la ocasión”, aquel despliegue de banalidad y egocentrismo colectivo realizado para un recuerdo me parecía algo que contrastaba mucho con la cotidianeidad con la que hoy en día mis padres y yo nos hacíamos fotos de nuestros viajes o de mis centímetros crecidos en un año.
En mitad de mi ensimismamiento fotográfico mi madre bajó las escaleras con una bolsa y dijo que ya estaba lista. Mi padre soltó el libro y mi madre me cogió de la mano cuando de repente se me ocurrió una cosa:
- ¿Mamá me puedo llevar esta foto? - le espeté sin más.
Mi madre me miró durante un instante, como pensando si eso estaría bien o mal, yo me adelanté a su respuesta:
-Me gustaría tenerla, como recuerdo – Esta contestación terminó de convencerla y metió aquella fotografía en la bolsa, con el resto de “obsequios” para mí y el resto de mi familia.

Al llegar a casa me quité aquel vestido regio (para mí en aquel momento todo lo que llevara una pequeña puntilla ya me parecía excesivo) y me puse un vestido de algodón verde, mi color preferido. Mi madre se acercó a mi cuarto y colocó la bolsa que había traído de casa de mi abuela en el suelo de mi habitación:
-Cariño esto es lo que tu abuela me dijo que te diera – me explicó mi madre – Espero que te guste.

En aquel momento, a mi corta edad, me esperaba un paquete envuelto con un lazo que contuviera una muñeca de esas de porcelana vestida de marinero (no sé por qué pero en aquel momento quería tener una) pero cuál fue mi desilusión al ver cómo de aquella bolsa salían dos cajas, una de ellas de hojalata, como de galletas y otra con forma de cofre de madera, cerrada por un candado de bronce con las iniciales “G.E.” entrelazadas entre sí.
Deseché la opción de abrir el cofre puesto que no había nada parecido a una llave que pudiera desvelarme los misterios de aquella especie de objeto de anticuario, pero, como era un recuerdo de mi abuela, quité mis peluches de una balda de la estantería para dejarle un hueco a la foto y a esa suerte de cofre del tesoro.
La otra caja tenía un aspecto más rudimentario, estaba oxidada en los bordes y, entre los restos de pintura que le quedaban, parecía que en algún momento de su existencia había contenido chocolatinas de alguna pastelería de Barcelona. Yo, que vivía en Córdoba por aquel tiempo, ni me planteé cómo aquello había llegado hasta allí.
Pero lo más extraño de todo no fue el continente, sino el contenido. Abrí aquella caja y lo único que encontré fueron cajas de cerillas de distintos lugares y con distintas formas. Unas simulaban pequeños paquetes de tabaco, otras sencillamente eran recuerdos de restaurantes y hoteles de Logroño, Madrid o la misma Barcelona, entre otros.
Mi desilusión hizo que cerrara aquella caja y que la dejara con los demás recuerdos que mi abuela me había legado y que yo misma me agencié aquel mismo día, sin pensar en lo que me llegaría a deparar unos años más tarde.




Junio de 2007
Era mi dieciocho cumpleaños y, como siempre, llegaba tarde a mi cita con mis amigas. Mi habitación había cambiado en muchos aspectos pero era como la de cualquier adolescente: un lugar donde apelotonar una ingente masa de ropa sucia y limpia a la vez, de libros y apuntes mezclados con ordenadores, Mp3 (o cuatro, no entendía mucho cómo iba aquello) y de demás elementos tecnológicos de última generación. Pero había algo que no había cambiado, la estantería que antes estaba llena de juguetes ahora era el perfecto lugar para mi tocador, pero una de sus baldas seguía conteniendo aquellos presentes, aquellos extraños regalos que mi abuela me había dejado como su último deseo. De vez en cuando me quedaba mirando fijamente aquella foto, que me seguía pareciendo curiosa, sobre todo por la seriedad que mostraban mis bisabuelos y sus respectivos hijos, pero lo que de verdad no volví a intentar abrir fueron aquellas cajas, hasta aquel día. Fue una casualidad, las prisas y mi torpeza hicieron que me tropezara con los zapatos y que mi cuerpo fuese a parar a la estantería de mi habitación, desparramando la caja de cerillas que tan celosamente había colocado nueve años atrás en aquel mueble.
-¿Gabi estás bien?-gritó mi madre desde la cocina.
-Si!!! O al menos eso creo- contesté.
Llegaba más tarde que nunca y había desparramado unas cincuenta cajas de cerillas por el suelo de mi habitación, pero cuál fue mi sorpresa cuando, recogiendo todo aquel pantanal inflamable apareció un colgante con una llave de bronce. Cogí todas las cajas como pude y las deposité en su morada de hojalata, dejando la llave fuera y salí corriendo a la calle a celebrar mi mayoría de edad.


La historia continúa en Atardeceres de naranja (http://casperlandiia.blogspot.com/)


Saludos :)

miércoles, 9 de diciembre de 2009

...

Se despertó por la mañana, no sabía la hora que era pero intuía que era muy tarde. Abrazó fuerte la almohada, olía a él. No quería darse la vuelta porque no sabía si todo aquello que ocurrió la noche anterior era un sueño, una mentira inventada por su imaginación. Decidió girarse y entre las sábanas blancas pudo destacar un mechón de pelo negro como el azabache. Se acurrucó. Él le susurró un te quiero y ella esbozó una sonrisa de pura felicidad.


1029109

miércoles, 7 de octubre de 2009

El principio de algo...creo...

No soy una persona que se pueda considerar normal. Es algo que no lo puedo evitar, no es una decisión propia. Tengo que admitirlo porque, por mucho que haya intentado ocultarlo, no es algo fácil de tapar. No es una tara física, es peor, es psíquica. Es peor porque las taras físicas se ven, la gente de tu alrededor las mira, las sopesa y las acepta. Pero las taras psíquicas son complicadas. Primero las debe aceptar uno mismo y eso conlleva un proceso complicado. Y cuando llega la parte en la que la deben aceptar los demás, es la peor parte de todas. ¿Cómo se lo dices a alguien, y, sobre todo, alguien importante para ti? Supongo que por eso llevo tanto tiempo sola, porque no he sido capaz de contarle a nadie lo que me pasa, nunca he pasado a ese siguiente “nivel”. He intentado aceptarme como soy pero es lo suficientemente extraño y jodido como para empezar a ir a un psicólogo, y no me va ese estilo. No quiero dar pena a los demás, no soy de esas personas que le encanta regocijarse en su propia mierda.
Tendré que soportar mis dejavús y mis mareos, las voces y los flashes y demás tormentos tanto diurnos como oníricos que no me dejan vivir desde hace tanto tiempo.