lunes, 29 de agosto de 2011

La caja de cerillas - Quinta parte

Sigo con mi parte de la historia...


No sabía exactamente cómo podía solucionar aquello, sólo tenía claro que si desvelaba aquel secreto intentaría resolver todo lo que mi abuela había querido que quedara enmendado. Revisé en mi habitación todas las cartas que, a marchas forzadas había podido recoger en casa de mi abuela. Muchas de ellas tenían la tinta corrida, otras estaban arrugadas y vueltas a alisar, pero ninguna de ellas pasaba de una sencilla nota, cuatro líneas donde Eduard no paraba de pedirle a mi abuela una y otra vez que la perdonara y que hiciera el favor de volver con él.

Guardé los sobres en la caja de madera bajo llave y me quedé pensando durante un buen rato en cómo, durante toda mi infancia había notado cómo mi familia siempre se había sentido de algún modo reticente a hablar sobre aquel abuelo ausente que siempre me había llamado la atención.
Mi madre, Isabel, tenía una hermana gemela, Elena, y ninguna de las dos querían oír ni una palabra acerca de las extrañas circunstancias de su nacimiento. Ya era algo extraño para mí tener a una tía igual que mi madre, más de una vez mis primos y yo habíamos confundido a nuestras respectivas madres al ir a darles un abrazo o a pedirles algo en las reuniones familiares. Recuerdo que una vez le pregunté a mi tía Elena por mi abuelo, creyendo que era mi madre, en una cena de Navidad:
-¿Mamá porqué el abuelo nunca ha venido a cenar con nosotros?
-Cariño – me contestó mientras me acariciaba el pelo – tu abuelo no está.
Esa respuesta era la excusa que mi madre y mi tía habían estipulado a la hora de salvar aquella pregunta que más de una vez había repetido durante mi infancia, y yo, inocente como era, me conformaba con ella. Siempre me imaginaba que mi abuelo andaba trabajando por ahí en algo importante, me hacía a la idea de que era piloto de aviones o agente secreto (esta última era mi favorita) y que no podía venir a vernos porque nos ponía en peligro a la familia, y con eso me conformaba.

Salí de aquel mundo de recuerdos en el que se había convertido mi habitación cuando mi madre abrió la puerta de golpe:
-Gabi te tengo dicho que no cierres la puerta de tu cuarto, sabes que no me gusta. Ah! Y por cierto, ha llamado Guille a casa hace un rato preguntando dónde estabas, ¿tú no te habías ido al cine con él?
-No mamá, he ido con Lucía – mentí – ahora lo llamaré.
Cogí el teléfono inalámbrico en el salón y corrí como pude hasta volver a encerrarme en mi cuarto. Mientras sonaban los tonos de llamada me di cuenta de que durante aquella semana prácticamente había perdido el contacto con mi amigo desde la noche que se fue en la moto como una exhalación.
-¿Sí? – se oyó al otro lado, era la hermana de Guille, Noelia.
-Hola Noelia soy Gabi, ¿está tu hermano por ahí?
-Ah! Hola Gabi, qué va, se fue a eso de las ocho y creo que dijo algo de que no lo esperásemos para cenar.
Colgué después de darle las gracias y las buenas noches, eran más de las diez y parecía que aquella cita con Lucía iba en serio. Desde que Guille me había dicho aquella misma tarde los planes que tenía no pude evitar sentir esa mezcla extraña de alegría y recelo, hasta aquel momento no me había parado a pensar que Guille era un chico más que tenía que conocer a alguien y ser feliz, hasta aquel momento sólo había pensado en la posibilidad de hacer cosas juntos, él y yo, nada más, pero hasta aquel día, mi egoísmo y mi falta de delicadeza (por qué no decirlo) habían alejado a mi mejor amigo poco a poco de mi lado.
Sabía lo que Lucía sentía por él, pero me parecía poco probable que pasara de un enamoramiento fugaz. En el fondo de mi ser pensaba que Guillermo se negaría a tener esa cita, que rechazaría a Lucía para venir a vivir aventuras conmigo, pero no lo había hecho. Llevaba toda la vida con él y me parecía que siempre sería así.

Dejé de darle vueltas a aquello y decidí poner el portátil un rato y volver a la realidad, a mi realidad. Rober estaba conectado pero decidí no abrir ninguna conversación, no tenía ganas de hablar con él y ver cómo intentaba camelarme con frases como “qué guapa sales en tu foto de perfil” o su clásico “no sé por qué aún no hemos quedado para tomar un café, a solas”. Sabía, por lo que todo el mundo conocía en el instituto, que todas aquellas frases estaban más que ensayadas, que sus tácticas las tenía más que aprendidas, pero yo, como una ilusa caía como una polilla al encuentro de su foco de luz. Terminé manteniendo una de esas estúpidas conversaciones calificadas en el apartado del “tonteo” y volví a caer, como una idiota, en sus manos. Quedé con Rober a las once en un parque cercano a mi casa “para hablar de nuestras cosas” como él mismo había dicho. Yo sabía a lo que iba, necesitaba sentirme importante y Rober era de esas personas que cuando estaba contigo, se las ingeniaba para hacerte creer que era capaz de todo por ti, así que decidí dejarme llevar.

Me fui dando un paseo a aquel circuito de footing de al lado de mi casa. Por las noches se convertía en un hervidero de familias y jóvenes que querían pasar un rato al fresco, al poco fresco que por aquellas noches de julio corría por la ciudad.
Rober vino en su moto nueva, deslumbrante, derrapó delante de mí en un acto de “hombría” y se bajó de la moto, no sin antes revisar su preciado flequillo. Rober era moreno y tenía un pelo liso a modo de casco que le cubría toda la cabeza. Sus ojos, dos pequeños puntos negros que se enmarcaban por una nariz recta y una piel tostada debido a sus largas horas en la piscina. Era lo que comúnmente se conocía como un “pijo”, un chico arreglado y bien parecido con un futuro prometedor y que a mí me hacía temblar como una chiquilla.
Un “hola guapa” abrió la veda de aquel muchacho, que creyó que aquel encuentro iba a ser de una índole más íntima de lo que imaginaba. Yo sólo quería alguien que me hiciera compañía, alguien que, como Guille, escuchara mis problemas, pero me encontré con un pulpo de más de ocho brazos que creía una galantería pellizcarte el culo sin menor aviso.
Nos sentamos en un banco y mientras yo intentaba explicarle a qué universidad quería ir, Rober me dio un beso.
-¿Qué haces? – le espeté.
-Lo que tú quieras te hago – me contesto, casi babeando. Intentó continuar con su juego y cada vez le veía menos futuro a aquello, hasta que empezó a sobrepasarse. Me deshice de él como pude y salí corriendo de allí entre lágrimas, con un sentimiento a medio camino entre la vergüenza y la ansiedad.

Salí de aquel parque dispuesta a no volver y enfilé la avenida de camino a casa cuando, de repente, vi como una moto se subía a la acera y empezaba a perseguirme, me asusté “mierda, éste vuelve a por mí”, pensé. Y con la idea de que Rober intentaba recuperar a su presa, corrí tanto como pude para enfilar el portal de mi casa y meterme en la cama lo antes posible, pero, para mi sorpresa, la moto se paró y ésta vez del casco lo que salió no fue una cabeza morena sino algo más clara. Oí como gritaba mi nombre aquel chico que no era Rober y, entonces, reconocí la moto de mi amigo Guille, aquella Vespa negra que tanto me gustaba. Esta vez comencé a correr, pero hacía él. Me abalancé sobre sus brazos y le di un abrazo mientras empezaba a llorar como una cría.
-¡Qué vergüenza! – le dije.
-¡Venga ya Gabi! No es la primera vez que te veo llorar – me contestó. Decidí no continuar con la conversación, de lo que me avergonzaba no era precisamente de mis lágrimas, sino de lo que me acababa de suceder con el gañán de Rober.
-Anda vamos que te acompaño a casa – me dijo mientras paraba la moto – daremos un paseo y así te calmarás, que no quiero que tu madre me eche la bronca porque apareciste en casa llorando por mi culpa.
-¡No seas tonto! Si tú nunca me has hecho llorar – le miré y sonrió, yo hice lo mismo, aliviada de que mi amigo, como si se tratara de una película, hubiera aparecido en el momento oportuno para salvarme.
No hablamos nada en lo que quedaba de camino hacia mi casa, supimos de alguna manera que el simple y mero hecho de tenernos era suficiente para ambos. Me despedí de Guillermo, le di un beso en la mejilla y el me respondió con un “Buenas noches”.

Entré en casa y mis padres ya se habían acostado. Me metí en la cama sin hacer el menor ruido posible pero no pude conciliar el sueño tan fácilmente. Me había dado cuenta, en aquel corto espacio de tiempo, que Guille, aquel niño con el que compartía el bocadillo desde el parvulario, se había convertido en alguien importante en mi vida, en algo más que un amigo. La incertidumbre estaba en averiguar si aquellos sentimientos eran correspondidos, o sí tenía que dejarlo hacer su vida, porque la oportunidad para mí ya había pasado. Entonces fui consciente de lo estúpido de mi comportamiento y como Guillermo me había avisado de la actitud de Rober durante todos estos meses. “Soy idiota”: ese fue el último de mis pensamientos, antes de caer sumida en un profundo sueño.



Señorita Casper ahora es tu turno ;)

la historia continua en
casperlandiia.blogspot.com



:)

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